En su día fue denominado ‘la Suiza de Oriente Próximo’. La guerra civil (1975-1990) y el monstruo institucional desarrollado desde entonces han convertido sin embargo al Líbano en un Estado fallido. Peor aún, en un modelo pseudodemocrático que a corto plazo puede marcar el paso a Irak, y a medio plazo a otros países árabes.
El Líbano está formado por tres grandes comunidades religiosas, que se reparten aproximadamente un tercio de la población en cada caso: la chií, la suní -ambas musulmanas- y la cristiana. La drusa, en cuarto lugar, representa apenas el 6 por ciento de la población. Cada comunidad cuenta con sus partidos políticos propios, y estos desde la guerra mantienen en pie brazos armados. El más poderoso, con diferencia, es el chií de Hizbolá -apoyado por Irán- que ayer protagonizó los choques sangrientos en Beirut.
Religión y política, difíciles de separar en el islam, explican el sectarismo religioso de las instituciones políticas en el Líbano. Los sucesivos y efímeros gobiernos de coalición se forman atendiendo a las cuotas de la división religiosa. Los funcionarios se distribuyen con los mismos criterios. Las ayudas sociales del Estado no van en su mayor parte directamente al ciudadano sino a los partidos y milicias religiosas. Los ministros son para estos como ‘cajeros automáticos’, encargados de canalizar el dinero. El sistema no solo es antidemocrático sino además ineficaz y -como demuestran los sucesivos choques armados- de gatillo fácil.