Con los campos de concentración sucedía lo mismo que con los asesinos. Las características de cada uno eran diferentes, aunque el mínimo común denominador era la barbarie. Sachsenhausen, ubicado en las afueras de Berlín, no era el más grande ni el más prolífico en asesinatos, pero era igual de temible. A pesar de que el frío congela los olores, los restos de sus hornos crematorios transmiten, todavía hoy, ese tufo a muerte impregnado por el nazismo. Lo mismo sucede con la tapia que los guardias de las SS utilizaban para fusilar a judíos, opositores políticos, presuntos delincuentes, homosexuales y hasta prisioneros soviéticos. Los agujeros en la piedra evitan que aquella locura se esfume.
Los miembros de la fiscalía están convencidos de que Josef S., un exguardia del campo que hoy suma un centenar de primaveras a sus espaldas, colaboró en tres millares de aquellos asesinatos. Y, después de meses como el perro y el gato, al fin han conseguido que se siente en el banquillo. El anciano comparece este mismo jueves ante un tribunal de Brandemburgo por ello. No tanto porque se busque su entrada en prisión –se piden tres años de cárcel–, sino para que no se olvide una de las etapas más negras de nuestra historia moderna. La clave, parece, es demostrar que la justicia no pasa página ante un crimen de este calibre.
No olvidar
Para ser más concretos, Josef S. está acusado de ser cómplice de 3.518 asesinatos mientras trabajaba en Sachsenhausen entre enero de 1942 y febrero de 1945. Los años más prolíficos de una fábrica de muerte por la que pasaron un total de 200.000 prisioneros, según los datos ofrecidos por el ‘United States Holocaust Memorial Museum’. Está corroborado que el anciano pertenecía entonces a la 3.ª División SS Totenkopf, aquella integrada en parte por los guardias de los campos de concentración y exterminio, aunque todavía se desconoce si participó o no en las matanzas.
Más allá de que sea declarado culpable o no, el procesado se ha convertido ya en la persona de más edad juzgada en el país por presuntos crímenes nazis. «La función principal de estos procesos es la de refrescar la memoria. Se trata de confirmar que Alemania está decidida a llegar hasta el fondo de su pasado nazi», ha explicado, en declaraciones a AFP, Guillaume Mouralis, director de investigación del Centro Marc Bloch de Berlín.
Poco se sabe de su vida antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Tras el conflicto fue detenido, pero salió de prisión en 1947. A continuación, trabajó como cerrajero en Brandemburgo hasta que fue llamado por la justicia. A partir de ese momento comenzó una persecución similar a la de otros tantos presuntos criminales de guerra nazis. Él alegó problemas de salud para esquivar la justicia debido a su avanzada edad. En agosto, no obstante, un médico le declaró apto para comparecer. La única condición: limitar la duración de las 22 audiencias previas a las que debía asistir antes de enero a tan solo dos horas por sesión.
Su caso llega en un momento delicado y que buscaba ser más simbólico que práctico. Hace una semana, la secretaria del campo de concentración de Stutthof, Irmgard Furchner, de 96 años, fue alumbrada por los focos de la actualidad cuando se fugó en un taxi para evitar ser procesada por el tribunal de Hamburgo. Todo ello, durante una fecha más que señalada: el 75º aniversario del final de los Juicios de Núremberg.
Muerte en Berlín
El personal de las SS arribó a Sachsenhausen en 1936. Por entonces apenas llegaron 70 miembros. La cifra, sin embargo, aumentó de forma exponencial hasta más de tres mil en enero de 1945. Josef S. trabajó en el centro a partir de 1942 y, como tal, se habría visto involucrado presuntamente en el asesinato de 71 combatientes de la resistencia holandesa, el fusilamiento de 250 judíos capturados como respuesta a la explosión de una bomba durante una exposición en Berlín o las matanzas de presos de guerra.
Y eso, sin contar los miles y miles de asesinatos perpetrados después de que se instalaran las cámaras de gas en el campo a partir de 1943. El tribunal de Neuruppin, cerca de Berlín, afirma que «está acusado de contribuir en estas barbaridades y de colaborar en las pésimas condiciones del lugar».
No es poca cosa, según explica en declaraciones a ABC el periodista e historiador Jesús Hernández, autor del blog ‘¡Es la guerra!’ y de más de una veintena de libros sobre el conflicto como ‘Los héroes de Hitler’ (Almuzara, 2021): «Aunque no estaba concebido como un campo de exterminio, las condiciones de vida en Sachsenhausen eran absolutamente terribles. A diario había ejecuciones por fusilamiento o ahorcamiento, además de las que eran consecuencia de la brutalidad casual de los guardias o la desnutrición y las enfermedades». Y en todas ellas colaboraron, de una forma o de otra, una buena parte de los guardias.
«Existía una gran variedad de castigos. Uno de ellos era el conocido como ‘saludo de Sachsenhausen’, en el que el interno era obligado a permanecer en cuclillas con los brazos extendidos al frente, siendo golpeado en el suelo cuando se desplomaba. Al igual que sucedía en otros campos, al prisionero se le podía suspender con las muñecas atadas por detrás de la espalda, lo que provocaba un dolor tan insoportable que algunos suplicaban que los matasen», explica el que es uno de los mayores expertos españoles en Segunda Guerra Mundial a este diario. Para colmo, la ubicación del centro hacía que las condiciones fuesen pésimas debido a las bajas temperaturas.
Por desgracia, las tropelías que se vivían en el lugar eran tan imaginativas como crueles. «También había una pista empedrada y de otros materiales en la que un grupo de prisioneros, conocido el ‘batallón de los patinadores’ y que constaba de unos 170 hombres, era obligado a caminar unos 40 kilómetros diarios durante varias jornadas para probar el calzado militar antes de ser suministrado a la ‘Wehrmacht’, a veces cargados con pesadas mochilas, una tarea que en muchos casos acababa provocando la muerte por agotamiento», añade el autor de ‘Los héroes de Hitler’.
En sus palabras, el mayor asesinato en masa ocurrió a finales de verano de 1941, cuando 13.000 prisioneros de guerra soviéticos fueron enviados allí para ser ejecutados.
«Posteriormente también se ejecutarían a comandos británicos. En enero de 1942 se creó una instalación, conocida como ‘Estación Z’, cuya función era la eliminación física de los prisioneros, estrenándose con el fusilamiento de un centenar de judíos. Se eligió cínicamente esa letra para indicar que era la última estación en la vida de un interno. Contaba con cuatro hornos crematorios para hacer desaparecer los cadáveres. En marzo de 1943 se añadió una cámara de gas a este recinto. También se llevaron a cabo experimentos médicos que solían acabar con la vida de los internos utilizados como conejillos de indias. Se calcula de más de cien mil prisioneros perdieron la vida en aquel campo», completa.