Es la tumba al inmigrante desconocido. Se desconoce su nombre, su edad, cómo llegó a Bielorrusia y cruzó a Polonia seguramente en busca de una promesa soñada, o falsa, si iba solo o no y siquiera se sabe de dónde procedía. Muy probablemente del Kurdistán iraquí, como la mayoría de los rehenes, como él, de esta crisis fabricada desde la órbita rusa con afán de echar sal en las heridas de la UE, o quizás venía de Siria o era un afgano huyendo de los talibanes. En cualquier caso habría sobrevivido a guerras largas, a posconflictos infrahumanos, a amenazas, la pelagra corrosiva y a la angustia de años para acabar muriendo en las profundidades de un camino a ninguna parte dentro de los confines de la mismísima Europa.
Su cuerpo fue entregado este jueves por la Fiscalía para ser enterrado en el único cementerio musulmán de la zona, el de Bohoniki, después de que fuera hallado el pasado 20 de octubre tirado en el bosque. Aquí todos hablan de «el bosque», sin más. Es el de las afueras de Bialowieza. Una espesura de árboles flacos e infinitamente altos que tienden desesperados sus copas escuálidas al cielo en franca lucha por un rayo de sol mínimo, de modo que al ras del suelo la umbría es tal que daría para rodar una película de miedo. Oscuro. Húmedo de una humedad helada y desasosegante. El pie se hunde hasta el tobillo entre hojas, las tierra negra movediza, cortezas y un musgo de color esmeralda mullido y chorreante como una esponja, que da escalofríos sólo de pensar que vas a dormir ahí encima también hoy. Un charco que te calará hasta el alma que ya no tienes. Ha empezado a llover este jueves. Sin techo y sin nada, no hay otra.
En lo recóndito de este bosque negro se esconden los refugiados que han logrado cruzar la frontera, –en los últimos días casi ninguno–, y que rezan al Dios que parece haberles abandonado para no ser vistos por las fuerzas de seguridad polacas, que «les expulsarían al otro lado de la frontera sin compasíon». Han asistido a gente «con mordeduras de perros de la policía en las piernas», narran las organizaciones humanitarias al alcance.
Tumba anónima en el cementerio de Tatar, en Bohoniki
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Reuters
Cuentan que por las noches se escuchan allá en lo hondo alaridos terroríficos de los que ya no pueden más. Que los hay que han llegado hasta aquí quince veces y quince veces han sido repelidos a empujones a Bielorrusia. Palabra de Grupa Granica, que opera sin descanso en esta crisis. No enciendas fuego por si te calentara, que te ven. En un intento más se ocultan «como animales salvajes muertos de miedo», expresa con conmoción Anna Alboth, activista nominada en 2018 al Premio Nobel, polaca, –Esta es su casa, veinte años entre minorías desheredadas, muros de la vergüenza, barreras, vallas– que se lamenta impotente tratando de explicar que esto es lo nunca visto. A saber: a dos kilómetros de la frontera, en Polonia el apagón es absoluto. Se ha establecido una zona de exclusión por obra y gracia del Gobierno ultraconservador de Mateusz Morawiecki, que estos días atrás mandó a uno de sus ministros a difundir una vez más por televisión que tienen pruebas de que los inmigrantes son «terroristas, pedófilos y zoófilos». El canal público emitió secuencias de porno extremo con un caballo en horario infantil, refiere una fuente local.
La verdad es que cualquier visión de los límites con Bielorrusia por donde puede haber un asalto migratorio está cegado a los ojos del planeta, es un agujero negro, zona de exclusión prohibida para cooperantes, para periodistas… que mejor nadie vea lo que está pasando. «Es el único área en Europa donde no podemos trabajar nadie», denuncia Alboth.
De ahí que no haya forma de saber a quién se enterró ayer en el cementerio musulmán de Bohoniki. El régimen de Varsovia, rabiosamente refractario a la inmigración, no está en absoluto interesado en querer humanizar esta crisis, ponerle ojos, cara, circunstancias. Por supuesto, ni una palabra sobre la causa de la muerte. Da incluso para pensar mal, pero según están las cosas por aquí, no conviene disparar balas al aire. Ni tampoco suposiciones.
En el cementerio musulmán
Para las cuentas de las ONG que operan en la realidad gélida de este confín, es el duodécimo cadáver en territorio de Polonia. Doce muertos. Por menos se han desencadenado barbaridades diplomáticas .
En la tumba terrera y triste sin lápida del desconocido, encabezan una inscripción humilde en madera la media luna del Islam y una doble NN, siglas de no identificado, además de un cristiano «Spoczywaj w pokoju», es decir, un «descanse en paz» a modo de epitafio. Ni más ni menos que el ‘Requiescat in pace’ latino, RIP, que estamos en el país del Papa Juan Pablo II. A efectos de compasión, quién lo diría. A su lado, ni a un metro de distancia, descansa Ahmed Al Hasan, otro inmigrante, también inhumado esta semana. De él sí hay algún dato: 19 años, defunción el 19 de octubre, y que perdió la vida en el río que es frontera natural entre los dos países enfrentados, el Narew señalan, donde uno de los pocos testigos que ha estado en ambos lados de esta frontera crítica asegura que fue arrojado por los militares de Aleksandr Lukashenko, el sátrapa de Minsk, a la orden de tírate ahí y vete para Europa. La temperatura no sube en el día de los siete grados, peor en el agua. Y el termómetro baja a toda velocidad. Así están las cosas.
Último adiós a un inmigrante no identificado llegado desde África
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Reuters
Al margen del apellidado Al Hasan y del inmigrante anónimo a quien se dio musulmana sepultura ayer, consta como reciente en las listas de las doce víctimas de este sinsentido un bebé de un año. Los padres, sirios y con otro hijo, acabaron llamando a la Ratownixy PCPM, una suerte de Médico sin fronteras en la frontera polaca, debido a que un acompañante joven perecía sin remedio aquejado hasta lo letal de un mal producto del hambre y de la sed. Cuando la ambulancia pudo llegar, hubo algo qué hacer por él, pero no por el pequeño, que había muerto.
No hay versión oficial al efecto ni se espera. Nada uno en la oscuridad del bosque de sombras, esos dos kilómetros prohibidos o un paso más acá, difícil margen donde vecinos que huyen de la xenofobia encienden una luz verde al caer la tarde por si algún refugiado se atreve a pedir ayuda. Ya no va nadie. Hay un miedo paralizante.